24 de octubre de 2011

viejas costumbres

Solía acurrucarme entre sus huesos y no pensar demasiado en el futuro. Largo letargo de corazones fríos. Atrapados en un fuerte de sábanas amarillas, dejábamos pasar las horas entre las persianas hasta que la piel se nos dibujara entre sonrisas.
Solía conformarme con el perfume de su pelo los días de lluvia, o sus manos cálidas de madrugada, pero nada superaba los límites de mi imaginación cuando se acababan las palabras. Era como asistir a un espectáculo divergente que cada día elevaba mi ánimo hasta el infinito o lo hundía bajo los peldaños de nuestra relación.
Creo que siempre fue problema mío. Un don natural para la tragedia humana, una alegoría al entusiasmo embriagador; a una escala prácticamente imposible de determinar.
Solía meterse en mi jersey y no salir de él hasta que la urgencia le mordía con llamadas desafortunadas. Entonces yo salía a la caza y captura de mi furia, con el fin de apedrear cualquier viandante que se cruzara por mi lado. Mentalmente, claro. Pero mi violencia era tal que yo misma me asombraba de mi supervivencia social. Agudos gritos, ahogo vital. Solía hundirme en este pozo de tal modo que sólo sus brazos acertaban a llegar en el momento oportuno, y enjugaban mis lágrimas con la paciencia de quién nunca dejó de estar ahí. La presencia de unos huesos que sustentaban mi desequilibrio, y eran fuente de demencia psicótica cada víspera dominical.


1 comentario:

Sandra dijo...

Lo fácil a lo que te acostumbras a esas cosas y lo que cuesta después deshacerse de esas costumbres!!

Me ha gustado ^^ un beso
nos vemos en mi blog!

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