Aprendía de cada palabra, de cada persona. Aprendía de sitios en los que aún no había estado, porque ella hablaba con naturalidad de su aventura. Le cantaba nanas del sur, y dormía como nunca antes. Dormía largo y tendido con una sonrisa de oreja a oreja entre sábanas blancas, con pulso tranquilo, postura calmada, mientras ella le miraba. Luego tomaban pastel de manzana y fumaban habanos con porte distinguido, y tosían. Pasaban del lujo a la miseria en lo que duraba la primera samba del vinilo y bailaban pegadas, tan juntas que tras la sombra parecían una sola. La gente las miraba recelosa, -envidia- decían sonriendo. Masticaban granos de café y hojas de menta, para ver quien conseguía aguantar más que la otra. Y acababan en el puerto, cada noche, con los pies a remojo y escudriñando sus reflejos en el agua, tarareando la misma melodía que algún día las unió en el mismo rumbo, y lanzándose furtivas miradas de adolescente. No eran nada, no eran nadie, nunca lo necesitaron. Porque desde el primer momento supieron que estarían juntas hasta que aquello no diera para más, y, entonces, esa melodía sería el mejor recuerdo de los mejores días de sus vidas, lo único que les quedaría de los días azules de coco y avellana, de flashes, de risas, canciones y poesía. De sus días de locos, días de locura.
1 comentario:
buena forma de decir que os pusisteis hasta el-culo de mojitos
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