7 de abril de 2011

un billete de ida

Cuando llegó, apresurada, muerta de miedo y remordimientos, no supo que decir. Ya no la esperaban, y aún así  corrió cuadra tras cuadra por simple orgullo, por no faltar, porque más vale tarde que nunca. Llegó y causó más indiferencia que estupor, impasibilidad, estática corpórea, caras largas y corazones fríos. No reconoció ninguno de esos rostros, ninguna voz conocida, ni un recuerdo antiguo. No era nadie. Quizá por eso se sintió tan reconfortada, segura y protegida. Quizá por eso quiso quedarse allí, donde hace años todo fue suyo y su corazón fue de todos. Donde hace siglos su alma se vió obligada a deshacerse en pedacitos de cordura para cada ser, y de tanto compartir se le acabó disolviendo el pensamiento.
Tuvo que irse, sí, para recomponerse. Por reconstruir la entereza que algún día fue suya y le acabaron robando los sentimientos. Tuvo que huir y, lejos de apoyarla, todos por quien ella se había desvivido le dieron la espalda.
Y ahora, nueva, entera, llena de criterios categóricos, había vuelto a tierra de nadie. Para recuperar lo que era suyo, para no volver a romperse por la sociedad, para gritarle a la cara a la indiferencia que ella no era nadie, ella era todos, y había vuelto para quedarse. Por mucho, mucho tiempo.

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