
Esta mañana he abierto una caja que resultó estar repleta de efusividad. La encontré sobre la acera, justo en frente de la Universidad, entre una farola y una bicicleta morada. Era una caja preciosa, del tamaño de de una caja de cereales, color natillas con dibujos de elefantes saltando a la comba y un lazo marrón envolviéndola. Yo pensé que sería de alguien -que afortunado- dije para mis adentros, ya que por alguna extraña razón una inercia hace que sienta una atracción sobrenatural hacia las cajas; y esperé. Me senté a unos ocho metros en el bordillo de la acera, ejerciendo de investigador profesional, dispuesta a averiguar a quién demonios pertenecería ese tesoro tan tentador. Siempre he sido muy amiga de lo ajeno, así que -si no viene nadie en ocho minutos la abriré- decidí. Y esperé. Vi a mucha gente pasar. Estudiantes, un grupo de turistas japoneses, niños hambrientos en su urgencia por llegar a casa, señoras que salen a andar, algún que otro hombre impresionante y varios perros. Un minuto. Sólo quedaba un minuto para cumplir mi promesa cuando ocurrió lo que -tenía que pasar-. Un chica muy bonita con un vestido de caracoles se acercó a la caja y se paró a dos metros de ella buscando algo en un bolsillo. Finalmente sacó unas llaves, liberó a la bicicleta morada de sus cadenas, y se fue andando tranquilamente, esquivando la farola y, por supuesto, la caja. Mi caja. Ocho minutos. Era mía. Miré a mi alrededor y nadie parecía prestarme ni siquiera unos gramos de atención así que me levanté, me coloqué delante de los elefantes saltarines y, con una sonrisa de oreja a oreja me agaché. Estaba entusiasmada. Durante esos ocho minutos las más dispares ideas sobre su contenido habían azotado mi imaginación. Una tortuga, una cámara de fotos, galletas de chocolate blanco, una capa de super héroe, una alfombra mágica, vinilos, un libro de poemas, cartas antiguas de amor o una batidora.
Así que, inundada por la intriga posé mis uñas azules sobre su tapa y la separé.
-¿nada?-. La levanté en peso, miré por abajo y por arriba, por un lado y sus esquinas, y no vi nada. En la caja no había nada. Al menos nada corpóreo.
No me gustan las explícitas moralejas de las fábulas fantasiosas, pero me veo en la obligación de explicar cómo encontré esa efusividad dentro de la caja. La encontré porque yo la creé. La encontré porque ese día nadie parecía querer fijarse en lo que pasaba a su alrededor. La encontré porque ya nadie se empapa de un día cualquiera y viven su vida mecánicamente con pesadumbre. Por que a veces las grandes expectativas generan grandes desilusiones. Por que una envoltura encantadora a veces esconde simplemente el vacío. Por que de ilusión también se vive, porque fueron ocho minutos geniales de imaginación a rienda suelta y nervios incontrolables. Por que la gente debería echarle un poco más de efusividad a los espaguetis en lugar de tanta salsa. Por que en algún eslabón de la cadena nuestra sangre se volvió horchata y si soplas fuerte dentro de un sacapuntas se te escapan las ganas de volar.
Fin del escepticismo diario.
1 comentario:
me encanta.
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