En la sala de espera todo huele a limpio, a desinfectado. Entre mis dedos tengo un papel arrugado. Lo desenvuelvo: número 61. Levanto la vista y en un cartel luminoso alardea el número 18. La impaciencia me invade. Miro a ambos lados. La señora de mi izquierda, algo magullada, tiene el número 25. Y el chaval de mi derecha el 34. ¿Todos van antes que yo?- pienso. Estoy impaciente. Menuda pérdida de tiempo.
Suspiro. Me desespero. Quiero que me toque. Miro el móvil, una y otra vez, intentando hacer que el tiempo pase más rápido. De repente, una mujer con bata y redecilla irrumpe en la sala: ¿Rosalía Vicente?-
¿Yo?-pienso- ¿Ya? Pero si tenía el 61. Vuelvo a mirar el papel. Menuda idiota, lo había leído al revés: 19.
Me levanto mirando de un lado a otro. Todos envidian que sea mi turno. Llevamos horas ahí metidos sin mediar palabra. Y yo soy la "afortunada" que se va ya.
Menos mal, que ganas tenía de salir de aquí- me digo a mi misma.
Siéntate y abre la boca- dice la mujer de la bata.
Pe- pero, ¿ya?- balbuceo mientras se acerca a mi con la aguja en la mano.
Resulta que creía estar preparada. Creía estar agonizando y no quería otra cosa que no fuera entrar ya, para descubrir, justo en ese momento, que necesito unos instantes de concienciación.
Justo igual que ahora. Llevaba mucho tiempo intentando acabar con una rutina que, justo ahora, no me parece ni la mitad de mala que esta incertidumbre que me abruma
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