Miraba con cara de estupor al despertador mientras se sacudía de la cabeza el sueño que acababa de tener.
-No puede ser, no puede ser, mierda, mierda- repetía mientras se ponía los calcetines apresuradamente.
Era la tercera vez en la semana que se quedaba dormido en horas de trabajo y le pondrían de patitas en la calle como volviera a repetirlo. A falta de apenas tres minutos para el autobús no le dió tiempo ni a quitarse el pijama. Se embuchó unos vaqueros y sus orejeras y cerró corriendo la puerta de la calle en el preciso instante en que aparecían panorámicas de las llaves de casa encima de la mesilla, -Joder, otro día de perros- apoyó la espalda contra la puerta y se dejó deslizar hasta la alfombrilla justo cuando ella abría la puerta de par en par.
-Lo sabía, eres idiota- soltó entre carcajadas mientras lo miraba tirado en el suelo.
-¿Se puede saber de qué te ríes? Probablemente me despidan y tú te lo tomas a cachondeo- la expresión agónica de su cara le dibujaba a ella una sonrisilla en la suya a medio despertar- Ni siquiera veo el autobús, seguro que ya lo he perdido, y para colmo no he podido ni lavarme la cara.
-Anda entra, voy a contarte algo que te va a hacer mucha gracia..
Las reacciones pudieron haber sido muy variadas, entre la cólera y la pletórica, cuando descubrió que ella había adelantado todos los relojes de la casa treinta y cinco minutos sabiendo que se le haría tarde, como todos los jueves del mes, y perdería el autobús.
-¿Ni siquiera vas a darme las gracias? Acabo de salvar tu trabajo- dijo mientras una mueca victoriosa inundaba sus facciones.
-¿Las gracias? ¡Casi me da un ataque al corazón!
Su orgullo no le permitiría darle las gracias de ninguna de las maneras, pero eso no era precisamente lo que ella buscaba. Había ganado exactamente treinta minutos de desayuno entre semana, y no desayuno de zumo y tostadas sino de besos en la nariz y abrazos de elefante.
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