Cuando me quedo sin tiempo para pensar, sin tiempo para actuar, me paro a escuchar.
Escucho mi voz interior y las de los demás, ansiosas por escenificar alguna pantomima nada trascendental, y no me pregunto nada, sólo escucho.
Escucho cómo a veces me asfixio en una montaña de banalidades.
Escucho las palabras que se escapan de mi boca y nunca puedo recuperar, porque no las pensé.
Cierro los ojos y escucho debates bipolares, de algunas de mis personalidades, de mi yo sensato y responsable, tan joven aún, contra mi yo ilógico e irrefrenable, que viene guiando mi trayectoria desde hace ya unos años.
Me gustaría poder ser ese árbitro imparcial que necesitan, me apetece mediar esos conflictos y salir airada ante estresantes argumentos, pues al fin y al cabo no son ellas, son yo, y yo como conjunto debería controlarlas, pero lo dicho, me quedo sin tiempo, y sólo puedo escuchar.
Pero lo más paradójico es que el tiempo apremia por escuchar.
Me ensimisman las palabras que vienen desde el fondo y no quisiera estropear su discurso, total, qué tengo yo que decir ante mi mundo interior, si tan sólo son palabras, y las palabras, afortunadamente , no son más que garabatos y sonidos.
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