“Con un fracaso al día tengo suficiente” es la idea que da vueltas a sus pensamientos mientras decide que no puede llegar tarde al trabajo porque definitivamente su día habrá sido en vano. Transcurre todo con normalidad. El reparto de periódicos. El reparto de correo. El reparto de comida china a domicilio. Él gasta sus días repartiendo algo a los demás, y se pregunta por qué nunca ningún chico desgreñado llega a él con un paquete, una carta o una noticia sorprendente que cambie el rumbo de su vida. Está cansado de las interesantes historias imaginarias de todos los demás y de su aburrida vida rutinaria. Además, piensa que cualquier intento de modificarla por sus propios medios sería aguado por los golpes del destino. Quizá su destino era permanecer inerte, inmóvil, estático, y esperar a que la historia de su vida le encontrara, porque un golpe de casualidad no le iba a traer la felicidad. Pero esto es algo paradójico para un chico kamikaze, que vive sin frenos y las suelas de los deportivos desgastadas del estrés.
Casi sin darse cuenta, su día está acabado, tanto o más que él, y decide volver a casa a pie mientras las gotas de lluvia golpean contra su rostro. Nunca vuelve a casa en la bicicleta. La sujeta suavemente entre sus manos, a su lado, como si de una buena amiga se tratase, mientras camina tranquilamente. No tiene prisa por llegar, no hay nada que le espere en esos treinta y tres metros cuadrados de cajas de pizza vacías y tazas llenas de posos de café. Sólo la noche, el sueño, y la ilusión por algo que no sea todo aquello.
Ella pasa el día leyendo, llenando su cabeza de palabras bonitas para no tener que escucharse a sí misma preguntándose cómo había sido capaz de no tener el valor de enfrentar lo que realmente llevaba tanto tiempo deseando, una sonrisa. Ella no sonríe muy a menudo. Cuando compra el pan suspira un simple “gracias” y baja la cabeza tan apresuradamente como sale por la puerta. No es timidez, es apatía por la vida social. Nada le interesa más que los seres humanos, sus historias y sentimientos, pero no se ve a la altura de convertirse en ninguno de los protagonistas de cualquiera de sus historias, llenos de complejidad y contestaciones ingeniosas. Ella tendría que preparar cualquier diálogo o pasaría días frustrada por las palabras que acababa de emitir. Bebe y bebe leche de un cartón de litro, y sigue leyendo, hasta que empieza a notar cómo la lluvia derrite todas esas suspicaces respuestas de interesantes chicas francesas. Cierra el libro y mira al cielo. Abre la boca, y, por más empeño que pone, ni una sola de las gotas roza su campanilla. Decide coger el autobús, el 57, que la lleva directa a la puerta de su librería favorita, a diez metros de su casa. Mira hacia abajo, sus zapatos apenas mojados, y piensa en lo que acaba de hacer. Quizá si hubiera seguido a pie se lo habría encontrado, habría subido la cabeza y habría soltado un “Cuidado con la lluvia, ciclista”. Él habría sonreído y, en vez de un café, habrían ido juntos a saltar por los charcos y comer palomitas de maíz, se habrían reído a carcajadas y habrían vuelto juntos a casa. Pero ella había cogido el autobús y, además, de repente un pensamiento invadió sus pensamientos, ”nos cruzamos”, “todos los días nos cruzamos”. Y, los que se cruzan, es porque por distintos rumbos son guiados.
[…]
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